viernes, 29 de enero de 2021

Volver a casa

Volver a casa es horrible, ya sea que los perros te laman la cara o no. Ya sea que tengas una esposa o una soledad en forma de esposa esperando por ti. Llegar a casa es terriblemente solitario, tanto así que añoras con ternura aquella opresiva presión barométrica de donde acabas de volver, porque todo es peor una vez que estás en casa. Piensas, con nostalgia, en las alimañas que se aferran a los tallos de la hierba, las largas horas de camino, la asistencia en carretera, los helados y las formas peculiares de ciertas nubes y silencios, porque no querías volver. Regresar a casa es espantoso. Y los silencios domésticos y sus nubes hogareñas no contribuyen en nada más que a todo el malestar. Miras con sospecha las nubes como son, hechas de una materia distinta de aquellas que dejaste atrás. Tú mismo estás cortado de una tela diferente, turbia. Devuelto, repudiado, mal recibido por la luz de luna, infeliz de regresar, holgado en todos los puntos equivocados, como un traje lleno de costuras, un trapo andrajoso de cocina, usado. Llegas a casa como a otro planeta, ajeno. El tirón gravitacional de la Tierra, un esfuerzo ahora redoblado, suelta los cordones de tus zapatos y hace que arrastres los hombros, grabando aún más profunda la estrofa de la angustia en tu frente. Vuelves a casa hundido, como un pozo sin agua ligado al mañana por una frágil hebra de “qué más da”. Suspiras frente a la avalancha de días idénticos, bien podrían ser uno solo, y uno a la vez. Bueno, qué más da, volviste. El sol sube y baja como una puta cansada, el clima inmóvil como un miembro roto mientras envejeces. Todo permanece inmóvil, menos las mareas cambiantes de sal en tu cuerpo. Tu visión se nubla, llevas encima tu clima contigo; una gran ballena azul, una oscuridad hecha esqueleto. Vuelves a casa con visión de rayos X, tus ojos convertidos en hambre. Y así, regresas con tus dones mutantes a una casa de hueso. Todo lo que ves ahora, todo, es hueso.

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