La aspirina para el dolor resultó ser tu beso, aunque más parecía una recaída. Convaleciente te recibí entre mis brazos, bajo la franela de mi remera. Te recibí temblando; con los ojos entreabiertos y las mejillas rojas, calientes. Te abracé en la oscuridad, procurando no llorar, sintiendo como mis ojos vidriosos se resistían a derramar lágrimas. No lloré, no lloraré, no por tí.

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